Hoy me levanté con una
melancolía grande por el teatro, no solo el Rabinal, sino por el teatro, por
ese lugar que no tiene ubicación precisa, que es mágico y maravilloso, donde se
pueden cambiar las formas, donde la ciencia de la física puede manifestarse, de
otra manera, porque las formas, la energía, se mueven, se transforman, cambian
la composición atómica del cuerpo en escena, ahora entiendo porque se necesita
de un laboratorio, para hacer teatro.
Adelina
Torres
Se dice que un Laboratorio teatral es muy diferente a una escuela. En la escuela hay una dinámica bien conocida como "enseñanza-aprendizaje". En una escuela se reconoce a alguien que sabe y a otro que no, éste demanda un saber que el maestro, mediante técnicas didácticas, impone un saber, que posteriormente es evaluado en comparación con objetivos previamente establecidos.
Nuestro modelo es parecido al trabajo del alquimista. Ciertamente no es científico, pero se basa en una constante experimentación que frecuentemente pasa por el error, incluido como una herramienta del aprendizaje.
Los alquimistas, personas solas en sus laboratorios apostando su trabajo por un futuro incierto, desprestigiados en su momento e ignorados de forma histórica, fueron los padres laborales de la ciencia química moderna. No buscaban, como popularmente se difunde, la piedra de la eterna juventud, hacían medicinas.
Sostenemos este espacio de trabajo con mucho esfuerzo e
intentamos acrecentar los efectos de esa energía, esta intención es legítima y
no vanidosa; es parte esencial de nuestro proyecto, la multiplicación de los
efectos.
Hay una congregación abocada a trabajar un modelo de
expresión arriesgada. Tiene que ver más que nada con la posibilidad de la
introspección a través de la acción y una escritura corporal totalmente
extrovertida. Nuestro teatro no puede mostrar nada que no esté en el sujeto,
ése indescifrable. Esta conjunción humana no ha encontrado lazos entre sí, los
ha construido porque parten de ciertas necesidades comunes.
Algo hace falta y no se encuentra, hay que construirlo.
Toda actividad humana, tiene un secreto, un secreto que se
encierra siempre en el lenguaje. Hasta los deportes más populares acuñan una
terminología que hay que conocer para adentrarse en su entendimiento y
disfrute, y en la trascendencia de ese disfrute. Hasta el deporte más popular
desarrolla técnicas particulares de entrenamiento y desempeño, y muchas veces,
algunas, al menos, eso puede determinar el triunfo de un atleta o equipo sobre
otro. Cada oficio guarda un secreto para su ejecución impecable y su
trascendencia.
Desde la Edad de Hierro, hasta la Edad Media, el secreto sobre
el manejo de los metales fue propiedad de especialistas muy venerados. Obvias
son las razones que hacían de estos especialistas personas muy privilegiadas.
Las herramientas de la agricultura, los clavos de la construcción, los
picaportes, y desde luego las armas, pasaban por sus manos. Una herramienta
entonces duraba varias vidas, las herramientas bien hechas eran parte de la
herencia de un hombre a su sucesor inmediato.
Los herreros conocían entonces los materiales, estas
materias primas adquirieron pronto un mote de carácter esotérico. Extraídos de
la Madre Tierra, los metales fueron
identificados con esa identidad sagrada,
y se les adjudicaron propiedades mágicas o curativas.
Y aunque parezca algo arcaico y propio de la Edad Media, no
nos sorprende que todavía hoy en día
haya una muy difundida creencia que supone propiedades mágicas, magnéticas en algunos minerales; se pude
pensar en el cuarzo, el oro, la plata, etc., como los más comunes. Ahora esas
creencias antes firmes y generalizadas, se sostienen con una literatura
pseudocientífica, entre las que se han impuesto modas esotéricas; una de las
más recientes, la angeología.
Para aquellos años lo maestres herreros, por extensión
fueron asociados a un saber también misterioso y ese halo de enigma rodeó
también a sus personalidades individuales y los rasgos del perfil del oficio.
Ellos mismos fueron copartícipes de esa fama, que desde luego les retribuía una
admiración excepcional; tenían reuniones privadas, que fueron entendidas como
secretas (aunque todo mundo lo sabía y la transmisión de sus saberes era muy
selectiva. Pero toda transmisión en sí es selectiva.
Hoy en día, al menos en la civilización moderna, el herrero
ya no participa de la fundición de los metales, por lo tanto la selección de
las proporciones ya le es ajena. El viejo y sapiencial oficio de herrero
terminó siendo un trabajo de taller.
Por otro lado, contemporáneos a los herreros, los
alquimistas, en una labor socialmente menos descubierta, trabajaban en sus
laboratorios para mezclar los componentes de diferentes plantas y generar con
sus productos medicamentos útiles, es decir, en la medida en que sus
medicamentos tenían éxito. Los alquimistas también fueron de alguna manera
estigmatizados, se les asoció a la brujería o a la búsqueda, desde luego
inútil, de la piedra filosofal. Pero hoy parece que es la misma piedra que
busca la ciencia moderna.
Entonces un laboratorio teatral es un espacio físico, pero también un espacio de libertad para la creatividad y la investigación.
Pero ¿Qué investigamos?
Investigamos todo lo relacionado a la naturaleza de nuestro trabajo. Trabajamos con un cuerpo y lo investigamos al mismo tiempo. Sus limitaciones y alcances, aquello que le impide alcanzar todas las posibilidades orgánicas que le son inherentes.
Investigamos esa particular relación de dos entes que se congregan: Actor y espectador. Ambos coinciden en una necesidad de una expresión particular habitada de ficción y realidad.
Indagamos también sobre las propiedades del espacio que ocupa el drama, espacio físico y temporal donde una especie de rito queda en la posteridad de la memoria.